El Sr. Martínez era muy famoso en su comarca. Con los años se había
convertido en un prestigioso fabricante de cajitas de música. Las construía a
mano, según una antigua técnica que aprendió de sus mayores, las adornaba con
espejitos, conchas de mar, dibujos fantásticos... e incluso algunas iban
remachadas con algún metal precioso o con piedrecitas de colores que hacían que
el producto se vendiese a un precio más elevado. Además, les incorporaba un
mecanismo que, al darle cuerda, interpretaba una hermosa música de tonos suaves
y delicados compuesta exclusivamente para él por un famoso profesor de piano.
Pero el éxito de aquellas cajitas residía en la pequeña bailarina que, al
levantar la tapa, se erguía y giraba al compás de la música, causando la
admiración de todo el personal. La bailarina era una simpática muñequita de
porcelana de pocos centímetros de altura, a la que el mismo Sr. Martínez ponía
nombre cuando la instalaba sobre la plataforma giratoria.
Casi todas las familias del lugar tenían en casa una cajita de música y,
cuando había visita, la enseñaban orgullosos. Además, era un regalo perfecto
para un cumpleaños, un aniversario de boda o para el día de los enamorados. De
hecho, el Sr. Martínez tenía mucho trabajo.
Aquella tarde, un señor muy serio que llevaba un maletín y vestía un
traje oscuro, compró una de aquellas cajitas para su mujer, con la que había
discutido porque ella le recriminaba que pasaba poco tiempo en casa. La cajita
era de tonos azules y la bailarina, a la que el Sr. Martínez puso el nombre de
Mimí, vestía de blanco.
Mimí estaba muy contenta, aunque hubiese preferido tener un nombre más
sencillo, como Ana, o Marta, o María... pero, al parecer, toda muñeca está
condenada a tener un nombre "repipi". Era la primera vez que salía de
la tienda y deseaba enormemente bailar al son de aquella música que, a fuerza
de oírla, sabía de memoria. Además, había ensayado mucho para no defraudar (las
muñecas tienen mucho miedo a defraudar porque, si eso ocurre, terminan arrinconadas
en el cuarto de los trastos).
De camino a su nuevo hogar, Mimí iba repitiendo la melodía entre los
nervios ante su próximo debut, el bullicio de la gente en la calle y el
traqueteo dentro del maletín. Como el trayecto era largo, comenzó a prestar
atención a todos los nuevos sonidos, desconocidos para ella hasta entonces: el
claxon de los coches, el ruido escandaloso de algunas motos, el acelerón de los
autobuses de línea... Pero su mayor sorpresa fue cuando escuchó otras músicas.
Mimí no sabía que existiesen melodías diferentes. Eran menos elaboradas, menos
perfectas, pero también menos mecánicas. Tanto que fueron capaces de emocionar
a la pequeña Mimí.
La primera de ellas fue en la boca del metro. Un joven sudafricano hacía
sonar tímidamente una flauta de plástico ante un público que pasaba veloz
temiendo perder el tren. Más tarde, en el autobús, una madre susurraba una nana
a su pequeño bebé en un intento de tranquilizarle, ya que las voces que el
conductor lanzaba a un taxista que se le cruzó le asustaron. Siguió el canto de
reclamo del vendedor ambulante que consiguió musicalizar torpemente algunos
pareados. Y así un sin fin de nuevas melodías cargadas de humanidad y de
necesidad.
Al llegar a casa, la bailarina, impresionada por aquellas músicas
diferentes, trataba de concentrarse para deleitar con sus giros a la señora,
que se dispuso ilusionada a abrir la tapa de la cajita. Mimí comenzó
a bailar al compás de la música, pero pronto se sintió inundada por las
melodías del camino y se dejó llevar al son de aquella flauta, y de la nana, y
del reclamo del vendedor... El marido, alertado ante aquellas anomalías y giros
descompasados, regresó inmediatamente a la tienda para resolver el problema.
«Es extraño -comentaba el Sr. Martínez- nunca me había ocurrido. Debe ser
que la bailarina no está bien sujeta a la plataforma giratoria». En un intento
de fijarla más fuertemente partió los piececitos de la pequeña Mimí. «No se
preocupe, ahora mismo la cambio por otra a la que usted mismo podrá poner nombre»
Mimí fue arrojada al cubo de la basura. Ya no servía. Sin embargo, aunque sin
pies, siguió recordando y guardando en su corazón aquellas nuevas melodías...
Aún hoy, en el basurero municipal, la pequeña Mimí sigue
bailando ante un público que ella considera selecto: algunos niños que
rebuscan, algún ratón que vive allí o algún perro hambriento.
El Sr. Martínez, ajeno a todo aquello, seguía fabricando cajitas de
música y cobrando cada día mayor prestigio.
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